
CAPÍTULO II: SURF BAY
Me alejo del albergue y tras un largo camino por Forest Wood me topo con un atracadero. Al lado de una impresionante lancha revestida de madera y tapicería en color beige reluciente, hay tres jóvenes que sostienen unas tablas de surf y que empiezan a murmurar al verme aparecer por allí.
Uno de ellos me señala y oigo como le dice a otro:
—¡Mira, Logan, todavía lleva el collar de cuentas blancas!
—¡Oye, tú! —alza la voz Logan—. ¿Qué naciste ayer?
La chica rubia que los acompaña les ríe la gracia.
Como no entiendo nada, opto por no contestarle. Continuo mi camino haciendo oídos sordos. Sigo adelante y al mirar hacia atrás, puedo ver cómo los jóvenes toman sus tablas, las cargan en la lancha que tienen atracada y se marchan, seguramente, al mismo lugar al que me dirijo yo, a la competición de surf.
Después de perderme y coger el camino más largo, por fin llego a la cala donde se va a celebrar la competición de surf. Una enorme multitud abarrota la playa. Algunos surfistas ya se deslizan sobre las olas que se estrellan en la orilla de la cala. Al fondo veo una academia de surf en la que se alza un letrero gigantesco en el que está escrito: Surf Bay Academy. Cerca hay un grupo de niños con pancartas animando a sus ídolos surfistas. Un chico bajito con bañador rojo, de un rojo muy intenso y camiseta blanca, vigila desde el puesto de socorrista. La gente, sobre todo las chicas, llevan leis hawaianos de múltiples colores. En pocos instantes va a dar comienzo la competición y entre la aglomeración que allí se ha formado busco a Mónica. Al fin el encuentro y veo que está con su grupo de amigos. Llevan tabla, por lo que deduzco que van a competir. Me acerco a ellos y Mónica, llena de alegría por volver a verme, me abraza y me dice:
—¡Nómada, me alegra de que hayas venido! ¡Ven, te voy a presentar a mis amigos!
Mónica me presenta a su grupo de amigos. A diferencia de los jóvenes que vi en el atracadero, estos chicos tienen un aire más bohemio. Me fijo en que todos llevan un collar similar al mío. La diferencia es que los de ellos son de color azul, negro y blanco. Antes de que comience la competición, Mónica me explica la dinámica de la final del torneo de surf:
—La final consiste en que los cuatro mejores surfistas de la isla se enfrentan para hacerse con el trofeo. Este año mis amigos han llegado a la final y se enfrentan a los ricachones de Palm Road, que son unos engreídos, pero yo no te he dicho nada —murmura—. El jurado del TASURF está compuesto por expertos que vienen de distintas partes del mundo y que basan su criterio en una valoración muy exigente.
La competición me parece muy emocionante, soy amante del surf y me muero de ganas porque comenzar.
—Estos son Fabio y Jordan, entre ellos está el futuro ganador —dice entre risas.
—Eso se espera —me dicen al unísono, sonrientes.
Los jóvenes me estrechan la mano amigablemente. Una voz estrepitosa que nace de un megáfono llama a los finalistas del torneo para que dé comienzo a la competición.
—¡Suerte!—les animo.
Todos los asistentes están expectantes y deseando que dé comienzo la final. A mí también se me acrecienta el deseo de que empezar, y, a medida que pasa el tiempo, la cala se va llenando de más gente. La marea sube y la mar se pinta de blanco por la espuma que se desliza sobre las mangas de las olas. Los surfistas se preparan para surcar las altas montañas de agua y el público enloquece porque ya va a empezar la final de surf más esperada del año. Entre los finalistas del torneo, se encuentra uno de los jóvenes que me habían criticado cuando iba de camino a la cala. Sin embargo, no siento ninguna clase de resentimiento, no suelo guardarle rencor a nadie, en mi mente solo flota la misma idea, que es por qué todo el mundo con el que tengo contacto directo en la isla, se extraña o me pregunta por mi collar de cuentas de arcilla. Los amigos de Mónica también se habían quedado extrañados al verme, seguramente, por el collar. ¿Qué significado tendrá para ellos? Al fin y al cabo, es un simple collar. Cuando le pregunté a mi abuelo sobre lo que encontré en aquella vieja caja no supo qué responderme. La duda por saber qué significado me tiene inunda por dentro, quiero preguntárselo a Mónica o alguno de sus amigos, pero están muy concentrados en la competición, quizás no es el momento idóneo; tal vez, luego.
Los ávidos surfistas toman las gigantescas olas que se elevan sobre las aguas, formando enormes montañas de espuma en las que se deslizan con sus tablas, desapareciendo entre las mangas de líquido cristal. Otros patinan sobre las mangas y tal es la rapidez con la que lo hacen, que forman enormes estelas de nubes sobre el agua. Los jueces observan cada movimiento de los competidores y apuntan todo para dar una resolución final, sin escapar de nada. Mientras la competición se prolonga, del oeste sobre los cielos se tiende una galerna que cubre por completo toda la isla, ensombreciendo la playa; no obstante, los surfistas la iluminan con el esplendor que forman las alfombras de lirios sobre las olas. La competición está muy igualada, ninguno quiere dejar las olas, no tanto por el trofeo, sino más bien por la adrenalina del momento. Pasados veinte minutos de la primera parte, los surfistas se arrestan y salen del agua para conocer la liberación de los jueces. Los intrépidos finalistas esperan la resolución con los cabellos chorreando, los trajes de neopreno ensopados y con un agotamiento tremendo por el ejercicio depositado en cada ola surfeada.
Los jueces deliberan y el presentador pide silencio.
—¡El jurado ha decidido que los finalistas del torneo sean: Jordan Rizzi y Noah Ross!
Al conocer el resultado, la gente grita de euforia y felicitan a los seleccionados. Fabio y Nathaniel Robert se estrechan la mano con los ganadores. La expectación aumenta en la cala y los nervios por conocer quién se alzará con el trofeo más importante de surf de Nomad Coast se extienden por el aire como un viento que arrastra las hojas de las palmeras y forma un murmurante concierto por toda la cala. Entre Jordan y Noah se va a disputar la última manga del torneo y al poco tiempo se arrojan al agua para dar comienzo a la gran final. Jordan toma la primera ola y, con gran equilibrio, se pone en pie sobre la tabla. Es una ola enorme, la manga se dilata con gran holgura y Jordan acaricia la pared que se levanta alrededor de él bajo un tubo que parece no tener fin. Mientras Jordan galopa bajo la caverna de agua, la cresta que se eleva sobre los aires cae como una catarata sobre el intrépido surfista. La galerna, que ha ensombrecido los cielos de Nomad Coast, sigue dilatándose por toda la isla y Noah Ross, al igual que su adversario, se levanta de la tabla y hace movimientos acrobáticos entre las salvajes aguas nómadas.
Los dos finalistas se baten con gran intensidad, porque ya queda poco para el minuto final. Noah Ross se desliza sobre la pared como un gecko que se arrastra por un muro de piedra para atrapar a un insecto y no detiene su ejecución hasta que no captura a su presa. Mientras pátina sobre el barril de la ola, Noah intenta subirse en el bolsillo para embalarse todo lo que pueda. Sin embargo, el labio se desmorona y la espumosa cresta cae sobre el finalista del TASURF. Jordan sí que puede elevarse sobre el cajón, pero, desafortunadamente, pierde el equilibrio y lo derriba haciéndole perder la oportunidad de adelantarse a su oponente. En esto, que Noah Ross sigue intentándolo y al fin logra hacer lo que antes no pudo y el jurado se queda admirado con la agudeza del surfero de Palm Road. Noah Ross trepa por los muros acuáticos con su tabla y con espectaculares movimientos. Por fin, la galerna se dispersa por los cielos de Nomad Coast y ahora solo se puede ver como desaparecer desde la lejanía. Jordan, que está muy igualado a su contrincante, erra en una de las olas que ha cogido. Ha entrado tarde a la manga y la cresta lo ha engullido antes de que pueda llegar a tomar el bolsillo. El surfista de Palm Road consigue deslizarse sobre el bolsillo y hace un giro rápido y radical. Un bocinazo marca el fin de la manga. Noah Ross termina dando un salto tan fuerte sobre la ola, que él y su tabla quedan suspendidos en el aire por unos instantes, como si no existiese la gravedad. El público queda totalmente desiluminado. Jordan no sale del agua de forma tan excelsa, sale rendido y suponiendo lo peor. Al salir del agua, el presentador de la competición se acerca a ellos y juntos esperan la última resolución del jurado entre la expectación del público.
Noah Ross se alza con la victoria. La gente del distrito de Palm Road enloquece de alegría al escuchar el nombre de Noah nacer de los labios del presentador. El ganador del torneo levanta los brazos al cielo y junto a sus compañeros y amigos, celebra el trofeo ansiado.
El presentador premia a los finalistas con una medalla y entrega el trofeo a Noah Ross. Noah, con cierto aire vanidoso, sube al podio y con trofeo en mano, da un discurso que dice estas palabras:
—Estoy muy emocionado con este premio, más que merecido, que no hubiera sido posible sin el apoyo que recibió desde que comenzó la competencia de mi familia y mis amigos de Palm Road. A lo largo de mi carrera en este maravilloso deporte, el surf me ha enseñado muchas cosas, me ha enseñado lo que realmente tiene importancia en esta vida, y, sobre todo, que el surf es como la vida. A veces ganas, a veces pierdes. Unas veces te caes y otras logras mantenerte en pie. Pero lo importante es seguir surfeando —ultima Noah levantando el trofeo a los cielos de Nomad Coast, seguido de la ovación del público.
Noah Ross me parece algo prepotente, pero esto último que me ha dicho me ha parecido muy interesante.
Al terminar la entrega de premios, una música animada empieza a sonar en la cala.
—Ahora es la fiesta de celebración. Todos celebramos la victoria del ganador —dice Mónica.
— ¿Vosotros también se quedais? —pregunto con cierta extrañeza.
—¡Claro! Jordan ha quedado finalista, no siempre se puede ganar —me contesta.
El ambiente es agradable y familiar. Los niños exaltados se abalanzan sobre el ganador pidiéndole un autógrafo y coreando el nombre de Noah. Está atardeciendo y, a lo lejos, el cielo se pinta de tonos anaranjados. Unas guirnaldas de luces cálidas colgadas entre las palmeras alumbran la cala. La multitud se va desvaneciendo a medida que el sol desaparece por el horizonte.
—Bueno, Mónica, voy a volver al albergue, se está haciendo tarde —le digo a Mónica.
—¡Pero qué dices, si la fiesta no ha terminado!
—Ah, ¿no? —Le digo mientras la miro con cierto aire de extrañeza.
—Después de la celebración de la final, hacemos botellón durante toda la noche en el viejo atracadero de Old Town —me explica —. ¿Te vienes? No aceptaré un no como respuesta.
Le sonrío y sigo a Mónica ya su grupo hacia el lugar donde se celebra la fiesta. Me sorprende que me hayan acogido tan bien sin que me conozcan de nada. Esta isla tiene algo diferente que nunca antes he visto en otro lugar.
Llegamos al viejo atracadero. Lo primero que llama mi atención es un viejo refugio sostenido por unas vigas de madera carcomidas por el pasar del tiempo. Sobre la plataforma hay algunos jóvenes que disfrutan del ambiente. A lo lejos, sobre una hermética ensenada, se encuentra atraído un enorme velero que está en ruinas y que seguramente llevará muchos años allí.
—Oye, Mónica, ¿y ese velero? —le pregunto con enorme curiosidad.
—Es el Dorado y es viejo como la misma isla de Nomad Coast —me responde.
—Me gustaría verlo de cerca —le pido casi rogándole.
—¡Claro, vamos!
El Dorado está medio hundido, el acero del casco está corroído y la quilla cubierta por un manto de percebes y algas. La mayoría de las velas están andrajosas o han desaparecido, tan solo se conservaba en buen estado la vela mayor.
—Me parece fascinante, ¿sabes algo más sobre el barco? —le pregunto a Mónica con mucha intriga.
—Sí, el Dorado es un barco emblemático para la isla, se dice que el padre fundador de Nomad Coast llegó con él. Asimismo, antiguamente fue un Colegio provisional. Desde hace muchos años el Dorado ha quedado abandonado.
Al volver a la fiesta, vemos a Fabio y Jordan junto a dos chicas más. Lleve unas bolsas de plástico con bebidas.
—¡Qué pasa chicos! —Mónica saluda al grupo.
—Aquí traemos el cargamento —dice Fabio levantando las bolsas con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Ah, se me olvidaba! Nómada, ellas son Summer y Nicki —me las presenta.
—Un placer —les respondo, lacónicamente.
De repente, entre la multitud, Noah comienza a abrirse paso, seguido de su grupo de amigos. Es el ganador del torneo y su presencia no pasa desapercibida. Las miradas se vuelven hacia él y la gente empieza a ovacionar su nombre. Noah avanza entre la gente, saludando y recibiendo felicitaciones. Sus amigos lo rodean como cortesanos de un séquito principal. Todos llevan una sudadera color azul marino con el logo de la academia de surf y el nombre de la isla. Al ver su entrada triunfal, no tardo en darme cuenta de que son el grupo más popular de la isla.
La música inunda el viejo atracadero, se está oscureciendo y la playa está barrotada de gente. Unos bailan al son de la música, otros ríen y beben en pequeños grupos, los más reservados se evaden de la jarana y filosofan en rocas apartadas de la ensenada.
—¡Nómada!, ¿te diviertes? —me dice Mónica, exaltada—. Jordan, ponle una copa.
—Te lo agradezco, pero no bebo. Voy a dar una vuelta —le digo.
Me aparto del bullicio y paseo por la orilla. Aprovecho para acercarme de nuevo al viejo barco. Mientras lo observa con fascinación, vislumbro una luz tenue apenas perceptible entre las grietas de la madera desgastada. Me acerco con curiosidad y veo que hay gente en la cubierta. En el costado de estribor unos jóvenes están dispuestos a lanzarse sin temor alguno. Fijo la vista y me doy cuenta de que se trata de Noah Ross y su grupo de amigos.
—¡Vamos Nicki, tírate! —le incita a Noah.
—¡Nicki, Nicki! —gritan los demás, desde el agua.
Noah le vuelve a insistir a esta tal Nicki, ya a pesar del oleaje, Nicki, indecisa, salta y cae sobre el agua. De repente, un chico de ojos muy azules grita desde la cubierta:
—¡Chicos, salgan del agua, viene la poli!
Noah y los otros dos chicos, despavoridos, empiezan a nadar rápidamente hacia la orilla y salen a correr para evitar a la policía. Nicki se queda atrás y de repente, entre la oscuridad que cubre todo el mar, se alza una ola enorme. Nicki no la ve venir y la ola se la traga. Sin dudarlo ni un segundo, me lanzo al agua.
Todo está oscuro y las olas son más violentas. Después de un duro combate contra la marea, agarrela y el cojo del brazo para arrastrarla hasta la orilla. Esto lo hago con cierta dificultad, porque la marea nos empuja devolviéndonos al punto de partida. Sin embargo, con mucho esfuerzo, consigo salir con Nicki del agua. La tumbo sobre la arena y llevo a cabo el protocolo que ha de darse en tales situaciones. Unas luces azules y rojas empiezan a alumbrar el lugar. La ambulancia ha llegado. Levanto la vista y me veo rodeado de un gran grupo de médicos, policías y al joven que avisó de que venía la policía, muy abrumadora. Dejo a los médicos hacer su trabajo y me acerco al chico.
—Oye, tranquilo, se va a poner bien —le consuelo.
—Es mi hermana, joder —me dice entre sollozos.
El chico se sosiega un poco, pero está nervioso, aún sin saber qué hacer. Uno de los médicos se acerca a nosotros y dice:
—Justin, hijo, relájate. Tu hermana se va a poner bien.
El médico es su padre. Muy preocupado, se acerca a mí y me dice mientras me da unas llaves:
—¿Podrías llevar a nuestro hijo a casa por favor? No está en condiciones para conducir.
—Por supuesto —le contesto, amablemente.
—Muchas gracias por sacar a mi hija del agua —me dice mientras posa su mano sobre mi hombro—. Toma mi número. Llámame cuando llegueis.
La furgoneta de la ambulancia venta de la playa. Nos montamos en el coche y le pregunto a Justin:
—¿Dónde vives?
—Palm Road, número cuatro —balbucea.
Meto la dirección en el GPS y nos dirigimos hacia el lugar que me indica la pantalla. Después de un rato conduciendo entramos en una enorme avenida custodiada por un portero de seguridad. El guardia reconoce el coche de inmediato y procede a abrirnos el paso. A medida que avanzamos, observamos las distintas urbanizaciones de lujo, nada que ver con mi albergue en Forest Wood. Entre la oscuridad de la noche, doblo a la derecha por la enorme avenida en la que se yerguen altas palmeras, que se tambalean por la brisa de la noche y murmuran entre ellas con sus lenguaraces hojas. Desde allí continúa unos metros más hacia delante. Giro una rotonda, donde se alza una enorme estatua de piedra, fría y húmeda. Al cabo de unos minutos, el GPS marca que hemos llegado a nuestro destino.
Aparco y nos bajamos del coche. En la calle reina un silencio ensordecedor. Justin saca sus llaves e intenta abrir la puerta de la entrada. Su estado de embriaguez no se lo permite, así que decidió ayudarle.
— ¿Qué haces? ¡Aparte! —me dice con enfado.
Consigue abrir la puerta y, sin decir ni una sola palabra, se marcha. Sin darle demasiada importancia a esto último, saco mi móvil y llamo al médico para decirle que su hijo está sano y salvo.
—¿Señor Basset? —Pregunto.
—Hola, soy Anne, su mujer. —me contesta.
—Su hijo está ya en casa, ¿Nicki está bien? —le pregunto con preocupación.
—Sí, está bien. Gracias.
—Me alegra mucho, que pase buena noche.
—Oye, Charles y yo queremos que vengas mañana a almorzar a casa. Has salvado a nuestra hija.
—Bueno, será un placer. Gracias —contesto, tímidamente.
—Perfecto. Nos vemos a las una.
Camino de vuelta por la larga y silenciosa avenida. Me queda un largo camino hacia el albergue, una buena excusa para reflexionar sobre la noche tan extraña que acabo de vivir.
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