
CAPÍTULO I: FOREST WOOD
Miro mi reloj y veo que marcan las 18:45. Acabo de aterrizar en el aeropuerto de Nomad Coast y siento como si ya hubiera estado antes en este lugar. Inhalo aire de forma profunda y de repente me invade una atronadora tranquilidad que recorre todo mi cuerpo. Lo hago siempre que aterrizo. Estos últimos años, me he dedicado a viajar por todo el mundo con mi mochila y Nomad Coast es mi última parada antes de regresar a casa. Sé que hay algo que me une a esta isla y voy a descubrirlo. Hace unos años, mientras organizábamos el sótano de la casa de mi abuelo, encontré una caja que llamó mi atención. Se trataba de una caja de tela muy antigua envuelta de telarañas. En su interior descubrí un collar de cuentas blancas de arcilla gastadas por el tiempo y una carta dirigida a mi bisabuelo. Lo extraño no era sólo el remitente, sino la dirección que apareció en el sobre, un lugar del que mi familia nunca antes me había hablado:
Old Town, 1, Nomad Coast
Al entrar en la zona de llegadas lo primero que veo es el amplio ventanal del aeropuerto, desde donde se puede contemplar la ciudad. No puedo evitar quedarme por unos instantes contemplando con cierta enajenación Nomad Coast, que está cubierta por un atardecer anaranjado. Me invade la curiosidad por descubrir qué me deparará este nuevo lugar.
En el aeropuerto, la gente sale y entra a bandadas. Unos lucen rostros alegres porque acaban de llegar a la isla; otros, por el contrario, están más abiertos por tener que dejarla, por las maravillosas vacaciones que seguramente habrán pasado. Busco la forma de llegar desde el aeropuerto al albergue, que he reservado en una zona rural que se llama Forest Wood. Al principio iba a reservar una habitación en un motel del distrito de la Barracuda; Sin embargo, me fijé que en Internet no tenía muy buenas reseñas. La habitación del albergue por la que me he decantado está en medio de la naturaleza. En mis viajes, siempre prefiero hospedarme en los lugares más recónditos y apartados; de esta forma, consigo alejarme del bullicio de la ciudad. Al salir de la zona de llegadas, me fijo en un cartel que muestra todos los combinaciones de autobús, entre ellas, está la que debo coger: Autobús Aeropuerto-Forest Wood.
Después de dos largas horas, el autobús me deja en la última parada, que se sitúa en medio del bosque. Al poner el pie en Forest Wood, respiro un aire mucho más limpio y fresco que el del aeropuerto. La frondosidad que envuelve el bosque es maravillosa. Para no perderme, enciendo mi móvil e introduzco la dirección del albergue. Mientras camino, puedo ver como algunas alondras de vivos colores vuelan y aterrizan sobre la vereda para cazar algún insecto que distinga desde las alturas. Es la primera vez que veo esta especie de pájaros, así que les echo una foto y con el Lens descubre que son aláudidos nómadas, una familia de aves autóctonas de la isla. Sobre los árboles y los lugares más intrincados, distingo cómo se desliza de forma arrepentida una escurridiza civeta, que está al acecho de todo, como una auténtica espía; y, repentinamente, como una sombra desaparece de mi vista. Entre el camino, veo algunas casas que están perdidas en mitad de la nada y me imagino cómo será vivir allí, entre aquellos amenos parajes.
Después de unos minutos de camino, el GPS me indica que ha llegado a mi destino. Alzo la mirada y diviso lo que parece ser una hacienda equina. El albergue se encuentra dentro del propio rancho.
Me acerco y al llegar, cruzo el umbral. Lo primero que veo es una barra, donde encostrados se encuentran los que parecen ser asiduos clientes del restaurante. Allí bebe sin parar y hablan a voces. Uno de los clientes, le recrimina a otro de ellos los malos resultados de su equipo de fútbol. En la esquina de la barra, un hombre orondo y gigantesco bebe cerveza con cierta ansia, mirando de un lado a otro sin poner su mirada en un punto fijo. El mesonero del albergue limpia la encimera de la barra con cierta prisa y uno de los clientes le dice que le ponga una copita de vino y un plato de cazuela silvestre. Al parecer, la cazuela silvestre es un plato típico de la zona. En las mesas del restaurante no hay ni gatos. El camarero de la barra, que es un hombre bajito y muy delgado, me mira por encima del marco de las gafas y antes de que me diga algo, me acerco a la barra y todos los clientes enclavados en la encimera giran el cuello en perfecta sincronía.
-¿En qué te puedo ayudar? -me pregunta el mesonero.
-Reservó una habitación para dos semanas -le contesto.
Me dispongo a enseñarle la reserva, el mesonero me hace firmar unos papeles y me da la llave de mi habitación. Subo a la estancia donde pasaré mis noches en Forest Wood, suelta mi mochila y vuelvo al restaurante para cenar algo. El olor a cazuela silvestre se extiende por todo el establecimiento. Tomo asiento y como el aroma me cautiva, decidió pedir el plato autóctono. Por mi lado pasa una joven con pelo corto rojizo y ojos de un celeste grisáceo. Me sonríe y se acerca a mí.
-Hola, ¿estás de aquí?
-No, que va -le contesto-, he llegado hoy a la isla. Vengo de viaje.
-Pues dicen que Nomad Coast es un lugar para quedarse -me dice.
-No creo que me quede, normalmente no suelo encajar -niego su proposición.
-Bueno, eso habrá que verlo -me contesta desafiante.
Se sienta a mi lado como si me conociese de toda la vida y me vuelve a sonreír.
-¿Es la primera vez que viajas? -me pregunta con cierta curiosidad.
-No, llevo varios años haciéndolo. Un día salí de mi casa con la mochila y todavía no he vuelto -le respondo, sonriente.
-Yo pienso que el mejor viaje es el de conocerte a ti mismo. Cuando sabes quién eres, deja de buscar dónde encajar y descubres que puedes pertenecer a cualquier lugar -me dice.
-Estoy de acuerdo, es importante conocerse a uno mismo, por eso he venido aquí -le respondo.
-¡Pues ha tomado una gran decisión! -yo dado-. A mí también me encantaría viajar y descubrir el mundo que hay fuera, pero aquí tengo muchas obligaciones y es complicado.
-Bueno, todos nacemos con unas circunstancias, pero siempre debemos intentar hacer lo que nos apasiona a pesar de las limitaciones.
-Pero, ¿y la familia? -me pregunta-. ¿Acaso no tienes familia?
-Claro que tengo, pero no es pretexto para no salir a descubrir el mundo que hay fuera.
-Vamos, que eres un alma libre -me suelta.
-En esta sociedad es difícil ser del todo libre. Hoy en día, vivimos encadenados, encerrados en cercos invisibles. La monotonía, el egoísmo, las prisas, el consumismo voraz de nuestra sociedad son factores destructivos de los que intento alejarme.
La chica me mira pensativa sin decir ni una sola palabra. Miro mi reloj y me doy cuenta de que se ha hecho tarde.
-Me encantaría seguir hablando contigo, pero mañana tengo pensado ir a la montaña y tengo que descansar -le digo.
-Claro, sin problema. Si necesitas algo estará por aquí -me contesta con una sonrisa.
-¿También te hospedas aquí? -le pregunto.
-Vivo aquí -me responde.
Nos despedimos y volvo a mi habitación. Al recostarme en la cama, caigo en la cuenta de que se me ha olvidado preguntarle su nombre. Cojo mi móvil y planeo la ruta para la mañana siguiente.
Son las 07:23 de la mañana. Me lavo la cara con agua fría, me vi y decidí ponerme el collar de cuentas blancas que encontré en aquella caja misteriosa en el sótano de mi abuelo. Salgo del albergue y me dirijo a la zona residencial de Forest Wood. En mi camino, veo de nuevo a las alondras nomadinas entonar su canto matinal ya las civetas trepar entre los árboles y las peñas, dando comienzo un nuevo día de supervivencia entre aquellos selváticos contornos.
Tras un largo camino llego a una zona residencial que cuenta con la superficie de una sola avenida. Alrededor de la avenida hay casas antiguas que están abiertas de par en par, asimismo hay cabañas que también gozan de cierta primitividad. Algo que me sorprende es que hay edificios comerciales de toda clase de sectores. Mientras camino por la avenida solitaria, algún que otro coche pasa enflechado.
Al final de la carretera tomo el camino que va hacia el Monte Hāmau, que se alza a pocos pasos del pueblo. Este monte es el más alto de toda la isla y el más concurrido por los turistas que visitan Nomad Coast. Desde las proximidades, puedo ver como los excursionistas suben por la falda encauzados por los guías turísticos, que enseñan la loma en toda su forma pletórica en aquellos viajes de aventura. Asimismo, puedo ver como algunos alpinistas trepan por los lugares más escarpados y peligrosos de la prominencia. Los ágiles escaleras mecánicas ascienden por la peña con enorme destreza, con la sola atadura de sus cableados arneses. Unos escaladores ascienden con más premura y llegan antes a la cima; otros se quedan atrás, pero todos tienen el fin de dar término a su escalada, llegando a lo más alto de la montaña por el sendero más escabroso.
Continúo por los caminos más espinosos y sinuosos de la montaña y después de ascender, llego a la cima. Una agradable brisa fresca me envuelve al haber dado término a mi ascensión por la montaña. Estoy a una altura tan elevada, que puedo tocar el cielo hasta con mis propias manos. Puedo vislumbrar desde lontananza, como al sur se alza un poblado que está cercado por un inmenso muro de árboles. Por un largo tiempo contemplando el horizonte, con los ojos clavados en esa misteriosa aldea. Las vistas son fascinantes y en mí, surge la necesidad de conocer que oculta aquel pueblo entrañable. Sin embargo, está lejos, tan lejos, que difícilmente podrá ir a visitarlo. Además, por lo que leyó en los letreros que hay en la entrada de la ruta, está prohibido sobrepasar la montaña e infiltrarse en el bosque que cerca de aquel poblado primitivo. Al disponerme a bajar, de repente, veo la figura de un anciano raquítico y pálido, que viste con una túnica vieja y desgastada sobre la que le cae una larga barba blanca que le llega hasta los pies. Súbitamente, el extraño clava su mirada en mi rostro.
El miedo me devora y quedó en shock por unos segundos al presenciar aquellos ojos de un azul profundo. El anciano sin apartar la mirada me grita:
-¡Nios tun kaidala! ¡Nios tun kailada!
-¡Quién eres! ¡De dónde vienes! -exclamo con cierto temor.
El insólito anciano empieza a hacer una especie de gestos extraños sin decir ni una sola palabra más. De repente se da la vuelta y desaparece entre la bruma que envuelve al Monte Hāmau. Nunca me había pasado algo similar, salgo de mi entumecimiento y de nuevo me dispongo a bajar la montaña.
Al llegar al albergue, vuelvo a ver a la chica con la que hablé la noche pasada. Me acerco a ella y al verme de nuevo, me pregunta:
-¿Cómo te ha ido por la montaña?
-La verdad es que es impresionante, hay unas vistas fabulosas -le respondo-. Por cierto, se me olvidó preguntarte por tu nombre.
-Me llamo Mónica, Mónica Rhodes, ¿y tú?
-No se lo revelo a nadie.
Mónica se queda extrañada al escuchar la respuesta que le he dado, en esto que me vuelve a decir:
-¿Y cómo me referiría a ti?
-Llámame Nómada -le contesto.
-Vale, Nómada -dice con cierto extrañamiento.
Tanto de ella como de mí nace una sonrisa involuntaria que destella en risas.
-Oye, ¿te gustaría venir a la competición anual de surf? Puedes venirte conmigo y mis amigos, te gustará.
-¡Claro! ¿Cuándo es?
-Dentro de dos horas -me aclara-. Podemos ir juntos, la competición se celebra en una cala al norte, cerca de Forest Wood.
-Tengo que terminar de hacer unas cosas, iré más tarde -le digo-. Dame tu número y te escribe cuando llegue.
-Genial, apunta.
Al darme su número de teléfono, clava su mirada en mi collar de cuentas.
-¿Qué ocurre? -le pregunto.
-Nada, nada, nos vemos allí dentro de un rato -ultima.
Al terminar de hacer las cosas que tenía pendientes, salgo de nuevo del albergue, dejo Forest Wood y me dirijo a la dirección que Mónica Rhodes me ha enviado.
Si quieres leer este capítulo en Wattpad, haz clic aquí .